lunes, 22 de octubre de 2012

No hay líderes sin resultados






por Antonio Peñalver

Cuando preguntas a directivos superiores o medios sobre como les gustaría que les recordasen cuando dejen su organización, la gran mayoría ponen el foco en aspectos relacionales y emocionales; como, por ejemplo: “alguien en quien se podía confiar”, “creaba buen clima” o “era buena persona”.
Sin embargo, ante este tipo de pregunta sobre su trascendencia organizativa, muy pocos ejecutivos prefieren destacar una orientación a las tareas y sus resultados; como, por ejemplo: “logró transformar la organización haciéndola más productiva” o “contribuyó a un incremento significativo de las ventas”.
Por un lado, la disyuntiva entre la orientación hacia las personas o las tareas, es una realidad consustancial de los directivos debido, fundamentalmente, a sus motivos de logro, afiliación o influencia.
Y por otro lado, el pensamiento emocional suele tener mayor relevancia que el cognitivo, máxime cuando tratamos de analizar como nos gustaría que nos viesen. La inteligencia emocional pesa más que la racional cuando buscamos aprobación.
Sin embargo, el concepto moderno de liderazgo exige la combinación maestra de ambos elementos: satisfacer las necesidades de las personas y asegurar la realización de las tareas. El líder es aquel que sabe implicar positivamente a sus colaboradores para el desarrollo eficaz de las tareas. Y además, la eficacia de las tareas implica obtener los resultados esperados.
Por tanto, no hay un líder que no aporte unos resultados tangibles. Si organiza bien las tareas y las asigna adecuadamente pero se consiguen altos niveles de rendimiento, será un buen jefe (pero no un líder). Y si sólo escucha y motiva a sus colaboradores pero perdiendo de vista unos resultados exigentes, será una buena persona Pero no un líder). En ambos casos, repito, el directivo no será un líder.
El líder es aquel capaz de combinar la orientación a las personas junto con la realización de las tareas y además, obtiene altos niveles de resultados.
Pero es más, dentro de esta definición de liderazgo encontramos dos niveles: el líder básico y el líder transformador. Jim Collins, en su estudio empírico sobre las características que tienen las grandes empresas que han seguido creciendo, publicado en su libro “Good to Great”, nos ayuda a identificar estos niveles de liderazgo.
El líder básico es, esencialmente, un directivo competente que sabe identificar, organizar y desarrollar a sus colaboradores, así como optimizar el resto de recursos – económicos, tecnológicos, etc.- en una búsqueda eficiente de objetivos predeterminados. Además, logra cristalizar el compromiso de los colaboradores para buscar vigorosamente una visión clara y obligante, promoviendo altos niveles de rendimiento.
Sin embargo, el líder transformador es aquel que da un paso más allá y es capaz de construir riqueza de forma perdurable combinando de una forma paradójica humildad personal, un carácter ambicioso y voluntad profesional. Una voluntad que, algunos definirían como resiliente, supone de una cuestión de firme y casi estoica intención de hacer lo que sea necesario con tal de desarrollar una gran compañía.
Por otro lado, está demostrado que los líderes inteligentes que presentan un ego de proporciones colosales, -algunos lo denominarían “genio”-, suelen contribuir a la posterior decaída, desaparición o continua mediocridad de su organización.
Autor Antonio Peñalver
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