por José Enebral Fernández
El autor nos invita a conocer una reflexión acerca del recorrido que ha marcado a la formación con carácter profesional. Nos cuenta qué se hacía en el pasado, qué objetivos se perseguían, cómo se establecían…
Al referirnos a nuestro tiempo, y dejando a un lado por un momento la grave situación económica que vivimos, hablaríamos de la Sociedad de la Información, del Conocimiento, de la Comunicación, del Aprendizaje permanente… En verdad, de modo formal o informal, hemos de adquirir con frecuencia nuevos conocimientos y desarrollar nuevas habilidades en el desempeño profesional. Se dedican grandes esfuerzos a la formación, aunque el aprendizaje no resulta siempre sensible, concreto, aplicable, significativo. De hecho, parece perseguirse en algunos cursos la mera satisfacción de los aprendedores, y no tanto una mejora apreciable en su perfil y su actuación profesional.
En los años 90 eran muy frecuentes los seminarios —a menudo de dos o tres días de duración— que las grandes empresas orquestaban para su personal directivo o titulado, y no solía haber entonces una sensación de sólido aprendizaje que se reflejara en el desempeño, sino que la evaluación por los asistentes se basaba en lo ameno, en lo interesante, en lo participativo, es decir y en buena medida, en el tema abordado y la actuación del docente. Con frecuencia había unos objetivos de aprendizaje “para la galería”, formulados en modo impreciso y ambiguo, y rara vez en ortodoxos términos de lo que el individuo sería capaz de hacer exactamente, como consecuencia de haber seguido el curso.
En efecto, a menudo los cursos se vienen identificando más por los temas abordados que por lo que el aprendedor, en las condiciones especificadas, será capaz de hacer como consecuencia. Un seminario de un día de duración puede llegar a costar unos mil euros en algunas instituciones, incluso sin declarar objetivos de aprendizaje; de hecho, aunque se formulen, los objetivos se vienen refiriendo con frecuencia a lo que se hará durante el curso y no tanto a lo que podrán hacer después los asistentes. Claro, cuando se trata de cursos menos costosos, como de los subvencionados o bonificados, tampoco conocemos siempre con precisión los objetivos perseguidos ni, por tanto, si al final se han conseguido.
Recuerdo ahora algunos cursos interactivos (e-learning) de breve duración que prometían aprender, en pocos minutos, a negociar con éxito, a hacer presentaciones efectivas, o a participar con eficacia en las reuniones, como si las tecnologías de la información y la comunicación, por sí mismas, pudieran hacer milagros en materia de formación. No siempre ha llegado la trivialización a estos extremos, pero sí se ha extendido bastante la falta de concreción en lo referido al compromiso con el cliente-alumno. Se diría que, con demasiada frecuencia, bastaba con que el curso resultara ameno.
También recuerdo por otra parte que años atrás, en una mesa redonda sobre formación en las empresas, un ponente dijo que si la Dirección debía transmitir algún mensaje problemático a toda la plantilla, lo mejor era “vestirlo” de formación, que así se evitaban problemas. Me resultó curioso, pero lo cierto es que la formación se ha venido orquestando en las empresas con propósitos muy diversos, no siempre explícitos e incluso al margen del aprendizaje. Por otra parte, hoy las necesidades suelen ser tan cotidianas y específicas que no cabe esperar a acciones organizadas por los departamentos de formación, sino que se impone muchas veces el denominado aprendizaje informal, inmediato, incluso íntimo.
Tal es el peso creciente de este aprendizaje informal que algunas voces han surgido ya para “formalizarlo”, acaso para que las áreas de RRHH puedan reportarlo, y atribuirse así su catálisis y eclosión. Este de la capitalización del aprendizaje sería tal vez un análisis oportuno, pero sigamos enfocando aquí las acciones formalmente orquestadas, y hagámoslo para analizar su efectividad (didáctica). Si se acepta la simplificación, de una parte hay cursos de contenido técnico, orientados a la tarea, cuya efectividad es demandada por los aprendedores, conscientes de que han de aplicar enseguida los nuevos conocimientos y habilidades; de otra, podemos señalar aquellas acciones formativas que parecen encajar en el campo del “desarrollo” profesional, cuya efectividad o valor es muy desigual, incluso aunque su precio sea muy elevado.
¿Podemos realmente formular objetivos ortodoxos en un curso, por poner un ejemplo, de Creatividad e Innovación? Si solo quisiéramos que los individuos se familiarizaran con el tema, bastaría quizá proponerles la lectura de un libro o dos, bien seleccionados; pero si acaso persiguiéramos que los asistentes quedaran capacitados para proponer valiosas iniciativas innovadoras en su entorno de trabajo, entonces ese sería el objetivo y a él habría de orientarse el contenido del curso.
Se han venido organizando acciones formativas sin esperar un cambio sensible en el perfil profesional de las personas; puede, sí, que se hayan orquestado cursos para “hacer formación”, al margen de una rigurosa detección de necesidades y sin que se esperara una actuación cotidiana visiblemente distinta de las personas. Por otra parte, y típica o lógicamente, la actuación de los individuos viene primero determinada por sus funciones y responsabilidades asumidas —por su puesto ocupado—, y solo después por sus cursos realizados (dicho de otro modo, a veces uno debe cuidarse de hacer ciertas cosas mejor que su jefe, sobre todo en público y por muy capacitado que se halle).
Al respecto, una vez y bajo pedido, diseñé y tutelé un curso on line de liderazgo de 2 horas de duración para jóvenes directivos de una gran empresa que ponía en marcha su plataforma de e-learning. El cliente, acorde con su descripción corporativa de competencias, me venía a decir que los participantes no debían llegar a ser más líderes que sus jefes (liderazgo ajustado a su nivel de responsabilidad). Yo no dije nada, pero pensé que no había peligro; que los participantes no serían más líderes después del curso, de lo que ya eran antes. La verdad es que de los cursos interactivos on line no cabía esperar tanto como parecía esperarse, y no sorprende que pronto se hablara de blended learning.
Sigamos con el ejemplo del curso de Creatividad e Innovación. En Internet podemos encontrar información de diferentes cursos abiertos presenciales sobre esta materia, y también leer objetivos tales como: “comprender cómo se desarrolla el proceso creativo”, “sentirse cómodo frente a problemas de elevada complejidad”, “entender por qué se necesita la creatividad y la innovación”, “no tener miedo a equivocarse”, “introducir en cómo se estructuran organizaciones innovadoras”, “abordar los problemas de manera creativa”, “conocer la relación entre creatividad e innovación”, “reflexionar sobre la importancia y necesidad de crear e innovar”, “abrir un espacio para la concepción de proyectos innovadores”, “ampliar horizontes con técnicas y actividades lúdicas”, “reconocer los rasgos del pensamiento creativo”…
A menudo da la sensación, en estos y otros cursos, de que primero es el contenido, y que luego se redactan-inventan objetivos, con mayor o menor acierto, en razón de lo que se puede conseguir con el tratamiento de los temas. Parece a veces que existiera el imperativo formal de redactar objetivos, sin importar mucho su concreción, su significado, su relevancia. En otras ocasiones, en efecto, los objetivos parecen referirse a lo que se hará en el curso y no a lo que podrán hacer luego los asistentes. Todo esto es legítimo y no cabe condenarlo; pero habría de ser analizado, reconsiderado, cuando se buscaran mejores resultados para los notables esfuerzos de formación.
La formulación, como se sabe, ha venido dando al traste con la propia Dirección por Objetivos (DpO) numerosas veces en las últimas décadas, y tampoco hemos acertado mucho con los objetivos de aprendizaje. Pero la corrupción de la Formación por Objetivos (FpO) ha sido algo diferente: aquí los objetivos, más o menos relevantes, han venido siendo con frecuencia ignorados, preteridos, en favor del contenido. Era tal —especialmente en la denominada formación de directivos— la búsqueda de la satisfacción de los participantes, que se incluían a veces dinámicas y ejercicios que parecían orientarse al entretenimiento y no tanto al entrenamiento, a modo de guardería para adultos.
Es verdad que la denominada formación de directivos tiene forzosamente limitada su efectividad, dado que las situaciones que en los despachos se encaran no pueden ser previstas en los cursos; pero, aunque la formación no pueda ayudar siempre en la toma de decisiones, sí puede contribuir a modular el perfil de facultades intra e interpersonales, sentimientos, fortalezas, actitudes, modelos mentales y hábitos de conducta. La formación puede contribuir, si se lo propone seriamente y no de modo trivial, a un rediseño del perfil del directivo. Interesante al respecto el reciente libro Neuro-Management, de Carlos Herreros, que quizá habría de traducirse pronto, acaso urgentemente, a oportuna acción formativa.
Podría pensarse, por cierto, que la formación para el liderazgo surgió para catalizar el mejor aprovechamiento del capital humano; pero se diría que el resultado fue un liderazgo capitalizador, que vino a sofocar buena parte del potencial de las personas. Una nueva mentalidad —renovación de memes— se precisa en no pocos directivos, aferrados con frecuencia al statu quo elitista, y faltos de la solidaridad y el espíritu colectivo que parece precisar la economía del saber y el innovar. Se diría que, en conjunto, las escuelas de negocios han servido más al elitismo y a su propio negocio, que a la buena gestión de las organizaciones, tal como señalan numerosos expertos, incluido Bernardo Kliksberg.
Volvamos a la formulación de objetivos para una formación efectiva. Se habrían de redactar debidamente, después de seleccionarlos muy bien. A menudo parece que las acciones formativas para directivos se orquestan para perpetuar el statu quo recibido de la era industrial; para nutrir la distancia entre el “nosotros” y el “ellos”. Pero, si el lector asiente, se habrían de orquestar en beneficio de la productividad, la competitividad, la prosperidad, el progreso social, lo que seguramente se reflejaría no solo en los rankings de los informes del foro de Davos, sino, sobre todo, en la satisfacción de la sociedad.
Para terminar, repasemos la historia. Mientras Peter Drucker proponía la Dirección por Objetivos (DpO) en los años 50, se fue igualmente consolidando en el mundo empresarial la idea de la Formación por Objetivos, a la que contribuyeron diferentes autores, incluido George Odiorne. Como se recordará, este último autor publicó su libro Management by Objectives mediados los años 60, y poco después el de Training by Objectives. A principios de los años 70 ya había en alguna gran empresa, en nuestro país, sensible inquietud por la formulación de objetivos de aprendizaje; por ejemplo, en la división de Training del Centro de Investigación de Standard Eléctrica-ITT (International Telephone & Telegraph) en Madrid, una división dirigida entonces por Vicente Amorós Amaya.
Otros numerosos focos de inquietud hubo ciertamente, y podemos hablar de unas cuantas décadas de historia en la formulación de objetivos de aprendizaje, como también constatar una cierta corrupción o adulteración del concepto. Aunque no debamos ignorar algunas apuestas por el rigor doctrinal, se diría, sí, que hemos viciado la formación por objetivos (FpO), tal como hemos hecho con la dirección por objetivos (DpO), si no más.
Autor José Enebral Fernández - Consultor
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