Nadie trabaja por nada, pero no lo hace necesariamente sólo por dinero
Nos guste o no, esta es una realidad firmemente constatada aunque muchos empresarios y directivos “modernos” se empeñen en ignorarla. Salvo alguna rara avis, todos, absolutamente todos, necesitamos trabajar para vivir, entendiendo por ello algo más que pagar nuestras facturas, procurarnos sustento y atender a nuestras necesidades físicas. El trabajo es parte de nuestra esencia, es un componente vital sin el que no podríamos sobrevivir, tanto física como mentalmente.
Quizás la explicación de todo ello se encuentre en algo tan elemental como nuestra actividad cerebral. Nuestro cerebro, nos guste o no, trabaja esencialmente por emociones. A todos nos ha ocurrido que, después de presentarnos a cinco personas, no recordamos el nombre de al menos tres de ellas aunque apenas hayan transcurrido cinco minutos desde que nos los dijeron. Es una cuestión selectivamente emocional, algo tan simple como me gusta o no me gusta. Recordamos lo que “nos interesa” emocionalmente. Nuestro cerebro tan sólo maneja un 5% de pensamientos conscientes, el 95% restante está constituido por pensamientos, creencias y emociones inconscientes.
¿Cuál es la actitud de la mayoría de los trabajadores de una empresa hacia ella?
Evidentemente, dependerá en gran medida de la certidumbre que la empresa en cuestión proyecte sobre sus personas. Pero en estos tiempos en que la única certidumbre es la incertidumbre, resulta difícil encontrar un cisne negro. Si no es el contexto laboral, será el político, el económico a título general, el social o hasta incluso el familiar el encargado de producir las suficientes dosis de incertidumbre como para generar el miedo ante el futuro que todo lo paraliza.
¿No se ha dado cuenta?
El clima laboral se ha deteriorado a la par que el país en general se ha sumido en la más profunda de las depresiones. La incertidumbre planea sobre plantas productivas y oficinas, pero algo más arriba, allá en las plantas nobles, la incertidumbre ha dejado paso al miedo, el recelo y hasta la cobardía.
Hoy en día, la cuestión no es atraer talento o retenerlo, menos aún desembarazarse del mismo, simplemente se trata de potenciarlo más allá de los límites conocidos y, todo ello, por una cuestión de estricta supervivencia. Olvídense de las consultoras externas, los gastos de telecomunicaciones disparados, los consumos energéticos, financieros y hasta de las cenas de empresa y la máquinas de café. Pero no se olviden de las personas porque si lo hacen, no habrá esperanza alguna.
Invertir en las personas es la primera estrategia a acometer en una empresa que aspira a algo más que resistir. No se engañe, no es una inversión costosa, no implica un riesgo descontrolado y, sin embargo, tiene asegurado un retorno prácticamente inmediato y lo que es más importante, un retorno autosostenido.
¿Cómo hacerlo?
Efectivamente hablamos de potenciar y desarrollar un habito estrictamente emocional: emprendimiento interno. Un alineamiento de los intereses generales con los individuales, de las capacidades personales al servicio del conjunto de la organización.
¿Qué ofrece ésta a cambio?
Satisfacción vital, orgullo personal, identificación con el grupo, cosas todas ellas que se integran en el subconsciente de la persona por lo que probablemente no se externalizarán, pero que, en última instancia, contribuyen a mejorar la felicidad de las personas, palabra que nos asusta ante su inconsistencia, pero que es la clave esencial de una empresa emocionalmente equilibrada, premisa básica para poder hablar de otras cosas como productividad, eficacia, eficiencia o hasta competitividad.
Por supuesto, deberá idear una estrategia que incluya el desarrollo de espacios y tiempos para el cambio, entendido como optimización de procesos y capacidad de respuesta inmediata a problemas y oportunidades. Efectivamente, deberá contar con método y herramientas eficaces que faciliten todo ello. Quizás tenga que apoyarse inicialmente en un facilitador externo, pero de forma temporal y puntual. Pero todo esto no es ni lo más importante, ni lo estrictamente prioritario. Hay algo más urgente a conseguir: credibilidad.
Probablemente en tiempos inmediatamente pasados, su empresa ha funcionado de acuerdo a unas rutinas de gestión prácticamente de abecedario. En otras palabras, apenas había llegado a percibir el valor real de las personas más allá de su eficiencia a la hora de ejecutar esas rutinas. En consecuencia, dejando de lado lo estrictamente anecdótico y protocolario, muy probablemente estemos hablando de una organización jerarquizada con flujos descendentes y ocasionalmente laterales a izquierda y derecha. Una organización respetuosa en las formas, pero no olvide que, casi siempre, la buena educación acaba desembocando en actitudes correctas pero distantes y esa distancia dificulta el grado de credibilidad de cualquier nueva iniciativa por muy innovadora y beneficiosa que parezca.
En pocas palabras, el staff directivo tiene una responsabilidad inicial, difícil y compleja: escapar de la distancia formal sin caer en el paternalismo y, menos aún, en el amiguismo absurdo. Debe convencer, cautivar y finalmente gustar. Si lo consigue, sepa usted que habrá escalado el primer collado de esa cumbre tan compleja que se llama liderazgo.
Invertir en las personas, esa es la clave.
Fuente http://viajeroaccidental.blogspot.com.ar/2012/10/invertir-en-las-personas.html
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