por Juan José García
Hace ya tiempo, leyendo a Ortega, quedé una vez más sorprendido ante una afirmación suya que me ayudó a comprender muchas situaciones humanas. Afirma que las personas inteligentes saben que pueden pensar, decir y hacer estupideces. En cambio las estúpidas piensan que siempre tienen razón y que todo lo que hacen es lo correcto.
Pienso que es una observación que puede aplicarse a innumerables situaciones que se dan en la vida y por tanto en las empresas. En general cuando somos incapaces de desconfiar de nosotros mismos –lo que no implica ser un pusilánime acorralado por dudas enfermizas– solemos equivocarnos casi sin darnos cuenta y por tanto a perder la capacidad de rectificar por tomar conciencia del error en el que hemos incurrido. En concreto, cuando perdemos de vista que tenemos sentimientos, algunos tan fuertes y constantes que pueden convertirse en auténticas pasiones, somos más propensos a actuar de un modo poco razonable por no decir claramente irracional.
Las trampas al solitario
Está estudiado que por lo general la decisiones se toman “con el estómago” y con posterioridad se buscan los argumentos necesarios para racionalizar esa decisión. Decisiones que no siempre son irracionales, porque muchas veces la intuición es certera, pero que exigen la constatación de que lo son. Porque no podemos lanzarnos a actuar solo con base en sentimientos que quizá pueden ser pasajeros, arbitrarios o injustos.
Pero si además pensáramos que somos inmunes a los vaivenes de la afectividad, que estamos por encima de una sensibilidad que erróneamente, a mi juicio, se atribuye con exclusividad a las mujeres, el daño podría ser muy grande para nuestro desempeño profesional y por tanto para la empresa. Pocas veces he visto dos hombres enfrentados que reconozcan con sencillez que se caen mutuamente mal –generalmente debido a una falta de sintonía de estilos agravada por una historia mezquina de desencuentros puntuales, envidias inconfesadas y todas esas linduras en las que podemos incurrir los mortales–. Por el contrario, siempre la discrepancia la fundan en altísimos principios en absoluto negociables. Enfrentamientos que han puesto al borde de la catástrofe a un país –los he visto–, y que, en menor escala, pueden darse en las mejores empresas.
La mala noticia es que, dicho con la expresión popular, “todos tenemos ombligo”. Lo que puede ocurrir en las altas esferas de las empresas también suele ocurrir en los niveles más elementales. Susceptibilidades, pequeñas envidias fruto de comparaciones propias de personas inseguras, deseos de reconocimiento un tanto vanidosos pueden llevar a enfrentamientos en las divisiones inferiores de la empresa que van minando el trabajo en equipo, o que al menos amenazan con enturbiar el clima laboral. Este comportamiento genera situaciones en las que los directivos mejor dotados se encuentran muchas veces inermes a pesar de su buena voluntad. Con el riesgo de que bajen los brazos y consientan en que cada uno trabaje por su cuenta.
Uno para todos y todos para uno
Seguramente el mejor modo de lograr la unidad en una organización no es tanto limar las asperezas que naturalmente surgen en cualquier conjunto humano (“no somos moneda de cinco duros que a todo el mundo guste”, decían los hispánicos a mediados del siglo pasado) sino poner por delante un proyecto lo suficientemente atractivo que haga mirar a todos para adelante y logre aunar las voluntades en pos de su consecución. Fácil de decir y nada sencillo de llevar a la práctica. En primer lugar porque no siempre se dispone de esos proyectos entusiasmantes, sobre todo cuando la empresa se ha consolidado. Pero, además, porque por mucho entusiasmo que de entrada genere un proyecto en común después viene el trabajo diario, un tanto rutinario y monótono. Entonces no queda más remedio que usar de la fortaleza. Hablar claro con cada uno para que se hagan cargo de las exigencias de su trabajo, que implica también el modo de relacionarse con sus compañeros, y pasar por encima de pequeñeces, en lo posible ya desde la selección. Si esto no diera resultado, reunirlos, lograr que se encaren mutuamente y resuelvan sus diferencias, y hablarles con toda claridad, duramente si fuera preciso, para que se hagan cargo del triste papel que desempeñan en el teleteatro en que están convirtiendo ese sector de la empresa si no rectifican su comportamiento.
Este verano estaba viendo con un grupo de personas una película que tenía escenas un poco impresionantes –una epidemia abordada desde el género de cine catástrofe–. En un momento en que hacen una autopsia a una víctima imaginé que uno de los jóvenes, que había venido de Chile, se habría impresionado y se lo pregunté. Me respondió drásticamente: “No, yo no soy asquiento”. Nunca había escuchado la palabra, pero además de graciosa me pareció muy adecuada. Porque para hacer algo en la vida, y concretamente en la empresa, hay que ser capaces de no ser tan asquientos. De lo contrario todo acaba en un teleteatro donde los egos engordan a niveles de obesidad mórbida que obstaculizan los objetivos que son la razón de la empresa.
Autor Juan José García- Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina; Licenciado en Filosofía, Universidad Católica Argentina; profesor de Comportamiento humano en las organizaciones y de Responsabilidad de la empresa en la Sociedad, IEEM, Universidad de Montevideo.
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