por José Enebral Fernández
Al parecer, no son pocas las empresas que nacen, se desarrollan y, después de algún tiempo, enferman y acaban sucumbiendo, incapaces de recuperar su salud. Otras, por el contrario, cuando su funcionamiento se deteriora, se reponen, e incluso parecen comenzar una atractiva y prometedora nueva vida. Las enfermedades de las organizaciones —desórdenes funcionales que echan raíces— tienen diferentes orígenes y no siempre pueden prevenirse convenientemente; en su caso, han de detectarse y combatirse pronto, y debemos acertar con el remedio.
Los expertos declaran que sólo las organizaciones sanas e inteligentes sobrevivirán a las próximas décadas: no podemos discrepar en esto, aunque quizá sí quepa interpretar de manera diferente los conceptos de salud e inteligencia. A veces, en referencia a la marcha de las empresas, hemos oído hablar de abulia, anemia, anorexia… y podríamos seguir, en orden alfabético, pasando por la neurosis y aun por la psicosis.
Por ser más concretos, podemos hablar de males como la complacencia, la pusilanimidad, la orientación al presidente (en vez de orientarse al mercado y los clientes), la supremacía de la liturgia sobre la doctrina, los excesos burocráticos, la preeminencia de intereses personales, el estancamiento de la información, una deficiente comunicación interna, la exagerada concentración (o descentralización) de poder y otros diversos desórdenes más y menos graves; en su caso, estos males se reflejarían primero en diversos indicadores financieros y no financieros —una completa analítica—, y podrían finalmente provocar la autodestrucción de las organizaciones.
Fue hace unos 8 años, en 1999, cuando publiqué, bajo el título “Salud organizacional”, estos párrafos anteriores y otros a que me referiré, porque en efecto me pareció entonces que algunas organizaciones mostraban torpeza funcional y aun problemas de salud. Hoy, de hecho, he adoptado el título “Organizaciones sanas e inteligentes”. He retomado de Internet (donde también se publicó poco después) este texto mío olvidado porque asistí, hace unos días, a la presentación de un libro del profesor Javier Fernández Aguado, Patologías organizativas, que se basa en su modelo antropomórfico y en cuya página 39 (el libro tiene 56), ya en las conclusiones, el autor escribe: “De cómo superar las patologías aquí descritas y otras cercanas, escribiré —Dios mediante— en un futuro próximo”. O sea, el tema parece dar para más libros, y, con esta expectativa de interés, me animé a contribuir al debate con este nuevo artículo.
Yo, para empezar y hacerlo aportando algo, creo hoy que las analogías tienen sus riesgos, si las llevamos lejos. El ser humano es un sistema, y hay un flujo de causas y consecuencias entre los subsistemas o las partes del todo; a su vez, cada organización constituye un sistema, y hay de nuevo flujos de influencia de las partes entre sí, y de éstas con el todo. Siendo útil la referencia de las enfermedades humanas para identificar los males de las organizaciones, no deberíamos perder de vista el particular funcionamiento sistémico, a la hora de analizar aquéllos y neutralizarlos. Dicho de otro modo, en la empresa un trastorno funcional demanda una solución adecuada y definitiva, y, si resulta útil a este fin, entonces también una analogía antropomórfica como las del profesor citado.
El autor dedica 10 páginas de su libro a identificar diversas dolencias, y empieza por la “falta de calcio” para referirse a problemas en la capitalización de la empresa. Más allá de lo coloquial, habrá que esperar a ver cómo desarrolla esta analogía Fernández Aguado en el futuro próximo, y cómo formula el remedio. Sin duda es grave el déficit de capital económico o humano en la empresa, pero, aunque lo que sobre todo haya que buscar sean soluciones, podríamos asimismo relacional el capital con el alimento para nutrirse, o el oxígeno para respirar.
En su siguiente analogía, nos habla de falta de vitaminas, para referirse a la carencia de formación técnica y de gestión necesarias para llevar adelante la empresa, y sin duda vitalidad nos faltaría en este caso. En realidad, la falta de conocimientos y habilidades nos incapacita para la acción (se dice que el conocimiento es capacidad para actuar, como la alfabetización es capacidad para aprender, etc.). Puede hablarse de avitaminosis o, si se quisiera, de falta de extremidades (brazos o piernas) pensando en la incapacidad de acción; pero se trata de falta de formación, y ésta demanda complejos elementos endógenos y exógenos en los individuos: uno debe saber que no sabe, querer aprender, y disponer de medios para hacerlo.
Continúa el autor hablando de las insolaciones, para referirse a empresas que salen de etapas en que han vivido protegidas, y han de enfrentarse al soleado mundo exterior. Yo hablaría también de asegurarse de saber nadar antes de tirarse a la piscina, pero, para la solución de los problemas que en su caso surjan, habrá que traducir a realidades las cremas protectoras o las gafas de sol de que nos habla el libro. El lector lo sabe: lo importante es identificar bien cada problema particular y, con o sin analogías antropomórficas, buscar soluciones efectivas.
Seguramente el lector, si ha llegado hasta aquí, me agradece que detenga mis reflexiones sobre la lista de patologías, mejor identificadas en el libro. Por mi parte, yo encuentro trastornos organizacionales, tales como las rigideces procedimentales, los delirios doctrinales o litúrgicos, o la mediocridad militante, a los que no sé asociar una analogía útil, aunque sí me parece que la alta dirección, si desea hacerlo, dispone de fórmulas muy concretas para prevenir, detectar y curar. (Para decirlo todo, mi pensamiento conectivo me llevó a relacionar la mediocridad militante con el perro del hortelano, pero poco más).
Con todo lo anterior, quería traerles a la reflexión de que quizá en algún caso resulte más útil hablar de organizaciones inteligentes y torpes (como las que nos dibujaba Scott Adams), que hacerlo de organizaciones sanas y enfermas (con o sin analogías antropomórficas). Lo digo porque considero que una organización inteligente previene, y en su caso, detecta y resuelve, sus patologías funcionales; que cataliza y asegura su salud. Pero, ¿a qué me refiero al hablar de organizaciones inteligentes?
Organizaciones inteligentes
No lo improviso, sino que lo reproduzco de un reciente libro que he publicado. Les propongo algunos indicadores universales de la inteligencia colectiva a que me refiero. A partir de los postulados de diferentes expertos que han desarrollado sus teorías al respecto, creo que podemos atribuir buena dosis de saludable y enfocada inteligencia a una empresa que muestre los rasgos siguientes:
- Es consciente de sus fortalezas y debilidades.
- Resuelve bien sus problemas sin crear nuevos.
- Se prepara para un futuro compartido sin desatender el presente.
- Detecta oportunidades y las sabe aprovechar.
- Nutre continuamente sus conocimientos y los aplica.
- Innova de modo natural y exitoso.
- Obtiene los mejores resultados con el mínimo esfuerzo, como fluyendo.
- Previene, detecta y gestiona las desviaciones sobre planes.
- Percibe las realidades internas y externas.
- Se adapta a las nuevas situaciones.
- Ve más allá y se anticipa.
- Se dota de un espacio de ventaja sobre la competencia.
- Toma las mejores decisiones al nivel más bajo posible.
- Atiende a las expectativas de sus clientes y sus personas.
- Combina la inexcusable efectividad con el cultivo de emociones positivas.
- Evita la corrupción, la complacencia y la inercia.
- Disfruta sirviendo a la sociedad de que se sirve.
- Funciona como un todo vivo, cuyas partes se adaptan para encajar debidamente.
El lector podrá cuestionar o desplegar algún indicador, o añadir otros, y quizá prefiera hablar de organizaciones excelentes o prósperas, en vez de inteligentes; pero convendrá en que debemos disponer de una referencia, de un perfil ideal, para identificar mejor las desviaciones, trastornos o enfermedades. Para las soluciones podremos contar con senderos de actuación, pero la receta específica habrá de ajustarse muy bien a cada realidad observada. Ahora reproduzco otros de los párrafos de aquel texto mío de años atrás.
Hoy —lo decía en 1999— son muchos los postulados que formulan los expertos de la gestión empresarial: liderazgo, visión compartida, valores corporativos, gestión y desarrollo por competencias, gestión del conocimiento, feedback multifuente, gestión de las relaciones con los clientes, innovación, aprendizaje organizacional… Se trata de recetas que las empresas pueden aplicar para salvaguardar su salud/efectividad frente a los cambios y crecientes dificultades del entorno en que actúan. Richard Farson, autor de “Management of the Absurd”, sostiene que cuanto más sana es una organización, es tanto más capaz de incorporar los cambios necesarios. Y Stan Gryskiewicz, autor de “Positive Turbulence: Developing Climates for Creativity, Innovation and Renewal”, declara que las organizaciones más sanas/efectivas son las que aprovechan las turbulencias como catalizadores de la creatividad y la innovación.
Ya en 2007, me gustaría insistir en que las cosas cambian mucho, y aparecen nuevas exigencias para la prosperidad de las organizaciones, y nuevos postulados de los expertos. Tanto cambian las cosas que quizá debamos revisar viejas soluciones; por ejemplo, el liderazgo pudo ser años atrás un buen remedio para la dispersión de esfuerzos, y hoy, a fuerza de insistir en él, podría estar atrayendo demasiada atención sobre los líderes y fomentando el seguidismo. Habría que ver, en cada organización, si se precisan seguidores de los líderes, o profesionales autoliderados tras metas compartidas. En suma, el concepto de inteligencia colectiva debe revisarse periódicamente en cada organización, adaptarse a ella de forma muy medida, e incorporar los indicadores específicos más idóneos.
Así como Genrich Altshuller, ingeniero de la Unión Soviética, acuñó en los años 40 el concepto de “resultado final ideal” (???) para la solución creativa de problemas, todos debemos saber cuál es el ideal en el funcionamiento de nuestras empresas, para aproximarnos a él, y para mejor detectar las desviaciones y actuar en consecuencia.
Conclusión
Todas las empresas tienen problemas e incluso enfermedades; pero parece que no siempre los encaran con suficiente acierto: el cuidado de la efectividad organizacional pasa por la prevención y, en su caso, por el rápido diagnóstico y tratamiento. Ignorar la existencia de problemas no es precisamente una forma inteligente de salvaguardar la salud; dedicarse a neutralizar los síntomas, tampoco. La función directiva parece consistir, cada vez más, en diseñar y hacer el mantenimiento de las organizaciones, y quizá ya no tanto en pilotarlas. Los directivos han de hacer un permanente ejercicio de análisis, síntesis, y adaptación de las soluciones que se postulan a sus realidades próximas; esto es ciertamente difícil. Pero no basta con conservarnos sanos y efectivos: es preciso estar mental y físicamente fuertes, para, entre otras cosas, cultivar la mejora continua y la innovación. Se dice que ésta es la fórmula de la supervivencia.
He escrito este texto con cierta espontaneidad y solo pretendo contribuir a la reflexión. Sin duda hemos de salvaguardar la salud y efectividad de las organizaciones, e incluso la calidad de vida en ellas. Si a ello contribuye, cuando en un futuro próximo se complete, la referencia antropomórfica de Fernández Aguado, bienvenida sea.
AUTOR: Jose Enebral Fernandez
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