jueves, 19 de julio de 2012

La comunicación también es un recurso de la empresa






por Alejandro Ezequiel Fomanchuk

Comencemos por reconocer que en toda organización existe comunicación aunque no haya un departamento de comunicaciones. Entonces, ¿por qué ocuparse de algo que siempre funcionó sin que nadie moviera un dedo? Dígame con franqueza, ¿no cree que la empresa ya tiene demasiadas preocupaciones como para sumarle una nueva? Además de tener que pensar en cómo aumentar la productividad, ganar nuevos mercados y lograr convenios con los sindicatos… ¿ahora le pide que también dedique tiempo y esfuerzo a algo tan “inmaterial” como la comunicación?
Espere un segundo, no se precipite. Vayamos paso a paso y veamos si podemos demostrar que trabajar en pos de una buena comunicación no es una acción contraria a los objetivos del negocio.
En primer lugar, es verdad: la comunicación existe en las organizaciones por más que nadie se ocupe de ella. ¿Así de simple? No, porque precisamente esta “naturalidad” es su talón de Aquiles. Dicho de otro modo, es obvio que si nadie se encarga del área administrativa los pagos y los cobros no se van a hacer solos. En cambio, la comunicación, al ser una actividad espontánea y multidimensional, tiende a ignorarse.
En segundo lugar, proponerle a la organización que tome las riendas de la comunicación no es agregarle un nuevo problema sino abrirle los ojos para que aproveche un recurso que siempre tuvo pero que tal vez nunca utilizó conscientemente. Parece extraño, ¿no es cierto? Es como si de golpe uno revelara que las computadoras pueden funcionar mejor si se las enciende. No obstante, nuestra propuesta no es tan sencilla como apretar un botón, porque antes de pedirle a la empresa que “explote” alegremente los beneficios de una buena comunicación es necesario dar un paso previo y demostrar que ésta también es un bien que puede y debe ser explotado. (Alguien podría preguntarse por qué se da esta “invisibilidad” de la comunicación en tanto recurso. Permítame ensayar una respuesta poética y decir que tal vez sea por el mismo motivo por el que los peces no pueden pensar acerca del agua: porque es su ambiente.
Respecto al último punto, el de la “inmaterialidad” de la comunicación, digamos por ahora que la prohibición de Parménides de pensar la nada no se aplica en este caso. Que algo sea intangible no significa que no sea real.
En suma, el problema de la “naturalidad” de la comunicación y de su “invisibilidad” como recurso son dos aspectos que, después de todo, no son más que uno. Por consiguiente, de lo que se trata no es de abandonarse a la pura contemplación estética de la interacción humana ni mucho menos aplicar una concepción espontaneísta o innatista de la comunicación. Por el contrario, la alternativa es proponer una intervención basada en la acción y no en la omisión, y alertar que el acto de comunicar entraña dificultades y demanda esfuerzo, idoneidad y coherencia.
Espere, no cante victoria… ¿usted cree que lo que acabamos de decir es suficiente? Le agradezco su fe, pero lamento decepcionarlo: la mayoría de las empresas están convencidas de que se comunican correctamente y de que la comunicación interna no es más que una “moda” importada del Primer Mundo.
Más allá del prêt-à-porter, planificar la comunicación no es desnaturalizar una práctica ni ponerle una camisa de fuerza a la interacción humana. Tal vez sobrevuele la idea, grosso modo, de que el fin es “bajar línea”, limitar lo “decible” y, por consiguiente, lo “pensable”. Muy por el contrario, el objetivo es generar más y mejor interacción entre los participantes de la organización ya que en la mayoría de los casos el sector de Finanzas no tiene ni idea de lo que hace el área de Producción, nadie puede hablar con los directivos, no se conocen cuáles son los objetivos para el año próximo, etcétera.
Por todo esto, vale recordar que no se llega a conformar una organización por el simple hecho de trabajar en una misma compañía o bajo un mismo techo. Dijimos que la esencia de la organización era la comunicación (como el “agua” para el “pez”); agreguemos ahora que de ésta se desprende -siguiendo su raíz etimológica- los conceptos de “común” y de “comunidad”. Ahora bien, como advierte John Dewey en su libro Democracia y educación, las personas pueden trabajar por un mismo fin, como las partes de una máquina, sin por eso llegar a constituir una comunidad. La clave para lograrlo es reconocer ese fin común y regular la actividad específica en vista de él. Sin duda, esto supone comunicación. Por eso nuestro autor concluye que cada persona debe conocer lo que conocen los demás y además poseer algún medio para mantenerlos informados respecto a sus propios propósitos y progresos.
Abro un interrogante: ¿En nuestra empresa trabajamos en comunidad? Voy a ser más específico: La comunicación que diariamente alimenta nuestra organización, ¿nos “pone en común”?, ¿está siendo verdaderamente aprovechada como “recurso”?
Para finalizar, quisiera señalar que uno de los objetivos estratégicos que cumple la comunicación es el de aumentar la productividad, ya sea eliminando los doble procesos, asegurando el envío de información en tiempo y forma, o, por ejemplo, mejorando el clima interno. No obstante, por primera vez en la historia la cultura occidental está produciendo más información de la que el “ser humano” puede “humanamente” consumir. Día tras día se teje una densa red de signos que nos deja atrapados sin la posibilidad de interpretarlos ni reelaborarlos. Tal vez la paradoja no sea más que una estrategia de los medios masivos -y de hecho lo es-, pero lo cierto es que el exceso de información nos desinforma.
¿Por qué me detengo en este análisis? Porque a partir de la estimulante e imprecisa receta positivista “más comunicación = más productividad” muchas empresas caen víctimas de la paradoja que mencionamos anteriormente: “más comunicación = menos productividad“.
Saquemos algunas cuentas. Diariamente, un empleado promedio puede recibir:
20 correos electrónicos.
1 carta.
4 faxes.
5 post-it (se los dejaron pegados en el monitor cuando se fua a almorzar).
30 llamadas telefónicas.
6 mensajes en su buzón de voz (se los dejaron grabados mientras atendía las otras 30 llamadas).
Además, 8 personas se le acercaron personalmente para hacerle una consulta y estuvo 45 minutos reunido con su jefe debatiendo sobre la “Inmortalidad del cangrejo del Mar Caspio”.
Después de hacer todo esto, ¿cuánto tiempo le quedó para trabajar? Sí, sí, ya sé que si estoy pregonando las ventajas de una organización comunicativa no puedo ahora alarmarme por el hecho de que la gente se comunique mucho. Pero justamente ese es el error más frecuente: creer que más comunicación significa automáticamente mejores resultados. En todo caso, la pregunta clave de este proceso gira en torno al valor de lo que se comunica. Volviendo a nuestro ejemplo anterior, quizá a esa persona le dijeron cincuenta veces las mismas cosas pero nunca le brindaron la información que realmente necesitaba o nunca le permitieron opinar sobre aquello que le decían.
En resumen, la empresa no puede decidir si hace o no hace comunicación interna. Siempre, y mal que le pese, estará comunicando. Por lo tanto, debe abandonar la mirada “naturalista” de la comunicación y trabajar activamente en la elaboración de una política y de un plan que le permita aprovecharla para obtener más y mejores resultados. Esta revalorización irá indefectiblemente de la mano del redescubrimiento de la comunicación como recurso y bien estratégico. No obstante, será necesario no saturar las arterias de la organización con litros de comunicación de escaso valor ni acotarla a simples envíos de información unidireccional.
Ya se lo había dicho: el acto de comunicar entraña dificultades y demanda esfuerzo, idoneidad y coherencia.
Autor Alejandro Ezequiel Fomanchuk
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