domingo, 29 de enero de 2012

Para ser responsable no basta con la responsabilidad

Arrastramos horas y horas discutiendo por activa y por pasiva sobre la importancia y la necesidad de la responsabilidad. Con resultados a menudo perfectamente descriptibles, por cierto. Y quizás ha llegado el momento de insistir en que para ser responsable no basta con la responsabilidad.

Entendámonos bien. Hablar de responsabilidades -e incluso empezar hablando de responsabilidades- es sano, y a menudo tiene un efecto depurativo. Llevamos tanto tiempo hablando de valores, de su crisis, de sus subidas y bajadas, que poner a la responsabilidad en el centro de los debates y las preocupaciones nos ayuda a focalizarnos. Nos hace hablar de la acción, de lo que alguien hace, de su actividad. Y, sobre todo, de las consecuencias -presentes o ausentes- de esta acción. El acento en la responsabilidad es el triunfo póstumo de Goethe: en el principio era la acción. Hablamos de la acción, y no de los principios generales con los que es casi imposible no estar de acuerdo porque, en definitiva, incluso cuando se trata de principios lo que realmente importa son los finales: a dónde se va a parar en nombre de los principios más excelsos.

La responsabilidad, por otra parte, es más fácil: habla de hechos, porque las consecuencias son el paraíso de los hechos. ¿Fácil, digo? Vayamos por partes. Todos estamos entrenados desde pequeños a manejarnos con un consecuencialismo de patio de colegio, el que funciona según el esquema causa-efecto: señorita, este niño me ha pegado…; o… no se irá nadie de clase hasta que se sepa quién ha sido. Y como nos hemos acostumbrado a la desdichada vinculación entre responsabilidad y culpabilidad (¡como si fueran sinónimos!), hemos asumido que la aclaración de responsabilidades correlaciona directamente con el binomio premio-castigo. Una gran parte del debate de la RSE, por ejemplo, no deja de ser un debate de patio de colegio: puede haber millones y/o vidas en juego, pero el tipo de debate es de patio de colegio, es decir, qué le pasará a la empresa que no haga los deberes.

Y eso hace que olvidemos lo que nunca deberíamos haber olvidado: que el debate sobre las acciones es siempre un debate sobre interpretaciones. Porque a veces -¡no siempre!- la señorita preguntaba: y por qué lo has hecho? Si hacemos el sano ejercicio de mirar varias cadenas de televisión narrando los mismos hechos, constataremos que nos ofrecen las mismas imágenes, pero que unas hablan de terrorismo y otras de martirio o de heroicidad, por ejemplo. O, si queremos atender a otras formas más sublimadas de violencia, sólo tenemos que curiosear, después de un partido de máxima rivalidad, las informaciones y los comentarios de los medios de comunicación vinculados a cada equipo. No hay responsabilidad sin hechos, pero no hay responsabilidad sin narración de los hechos. Y eso significa que la cosa ya se nos complica un poco: somos tan responsables de lo que pasa como de la narración que hacemos de ello.

Pero esta no es la única complicación. Porque en nuestras sociedades complejas pasan cosas, y a veces cosas muy graves. Hay consecuencias deplorables… sin que podamos atribuir la responsabilidad a un causante claro y definido. Es como cuando nos encontramos en medio de un atasco en la autopista: mascullamos porque todo el mundo vuelve a la misma hora… pero no nos incluimos nosotros en todo el mundo. Hemos contribuido a causar el efecto que deploramos, pero no nos sentimos responsables, entre otras razones, porque sabemos perfectamente que si nosotros no estuviéramos otro ocuparía nuestro lugar: yo no soy responsable del atasco (porque ocurriría conmigo o sin mí), pero sufro las consecuencias, y de eso me quejo, claro. En todo caso, la responsabilidad (la culpa?) será probablemente de las autoridades del tránsito, que no lo regulan; de los políticos, que no invierten en infraestructuras. Del mismo modo que, cuando vemos las calles sucias, nos quejamos de que el ayuntamiento no limpia, pero nunca de que la gente ensucia: ¿quién es la gente? Prisioneros de la lógica causa-efecto no sabemos abordar aquellas situaciones en las que las consecuencias no son atribuibles directamente en exclusiva a un causante definido. ¿De qué sirve que yo deje de contaminar si nadie más lo hace, y encima salgo perjudicado? ¿Por qué alguna autoridad no nos obliga a todos a hacer lo mismo? El debate de la RSE no ha resuelto -ni resolverá- nunca de manera convincente la polémica regulación-voluntariedad porque está prisionero de una comprensión de la responsabilidad producto de afrontar con mentalidad de patio de colegio la responsabilidad compleja, propia de nuestras sociedades complejas. Que se eleva a la enésima potencia cuando las consecuencias de las acciones están lejos, sea en el espacio o en el tiempo: entonces ya no sólo no hay –aparentemente- causante, sino que no vemos los efectos. Resultado: ya no hay responsabilidades, simplemente, cosas “que pasan”.

El debate sobre la responsabilidad no se puede reducir al debate sobre las consecuencias. Debemos debatir sobre los efectos de la acción, ciertamente, pero también sobre el propósito de la acción. Somos responsables de lo que hacemos porque también -ya la vez- somos responsables de lo que nos mueve y de lo que nos proponemos. Hoy el debate sobre la responsabilidad es indisociable del debate sobre el futuro que contribuimos a crear, pero también sobre el futuro que queremos construir. Y, por tanto, del debate sobre el propósito. Sin embargo, muchos de los debates sobre responsabilidades (ejercidas o atribuidas) son debates sobre hechos. Sólo sobre hechos. Y a menudo queremos cambiar los hechos, dejando los propósitos intactos. Queremos cambiar las actuaciones empresariales sin cuestionar los propósitos empresariales. Más aún: queremos cambiar las actuaciones empresariales sin cambiar los propósitos que explican en última instancia que estas actuaciones se hayan producido. ¿Y de verdad creemos que podemos debatir sobre hechos -o cambiarlos- sin debatir sobre propósitos -o cambiarlos?

No sólo somos responsables de lo que hacemos. También lo somos de lo que nos proponemos. Y a veces me temo que los debates sobre lo que hacemos o dejamos de hacer, sobre si gestionar de esta manera o de otra, no son más que debates que nos permiten evitar el abordaje del àmbito que siempre queremos preservar: el debate sobre el propósito. Estamos dispuestos tal vez a hacer correcciones sobre lo que hacemos, pero de ninguna manera sobre lo que queremos. En la vida, en el trabajo, en la empresa, en la sociedad… ¿cuál es nuestro propósito? ¿Y si de vez en cuando lleváramos al debate lo que nos proponemos? Sólo así podremos saber de qué hablamos cuando hablamos de responsabilidad.

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