Es delicado tipificar cuáles son las conductas menos deseables de los colaboradores en las organizaciones, pero es más difícil aún encontrar los remedios idóneos para cambiarlas.
Empero, si los gerentes no logran atenderlas a tiempo, se causarán daños irremediables en la cultura organizacional y en su sostenibilidad.
De ahí la importancia de reconocer algunos de estos tipos de actitudes:
El alterado. Exagera los problemas, y contamina el ambiente con base en comentarios negativos, actitudes displicentes o críticas a la autoridad. Padece de una admirable habilidad para magnificar las situaciones de modo desproporcionado. Si falla su equipo recurrentemente es porque quieren perjudicarle y despedirle.
El perfeccionista. Sobredimensiona el valor de la calidad y no le importa herir a sus subordinados, independientemente de la dedicación que hayan tenido en un proyecto o tarea. Los humilla y actúa bajo su antojo y capricho. Si ocurren bajas en las ventas, según él es por el personal incompetente.
El resistente. Es quien se opone al cambio de forma persistente y testaruda. La oposición al cambio es normal, pero esta bloqueará la sinergia de su departamento y equipo. Suele darse en personas mayores, cuya experiencia los hace sentirse “sabios”; también en algunos más jóvenes que se resisten a esa prudencia que solo forman los años.
El “doctor no”. Se niega a asumir tareas no descritas en su descripción del puesto. No solo tiene falta de flexibilidad sino indisposición crónica hacia el esfuerzo, que degenera en la imposibilidad de ver más allá de su propio trabajo. Logrará que sus colegas prefieran no involucrarle, con tal de no toparse con una actitud negligente o desabrida. Si le piden recabar información o dirigir un proyecto, se decantará por aquello que le complique menos la existencia.
El esparcidor de rumores. Chismea, constante y negativamente, sin fundamento. Hace uso de la falacia intrigante para comunicar información, arrebatándola de su contexto original. Adolece de esta patología: la ausencia de veracidad agudizada por el deseo de protagonismo. Si escuchó una conversación que le resulta atractiva, la tornará vulgar para difundirla entre pasillos con enfermizo placer.
El no comprometido. Responde a su trabajo con poca seriedad, evadiendo ciertas responsabilidades, lesionando así el entusiasmo y el compromiso de su equipo. Ejecuta a medias, y cuando se le hace ver su error, no lo admite y se justifica. Si hay imprevistos ante situaciones urgentes, ni siquiera se molesta en advertirlos.
Los tratamientos
Sin embargo, el diagnóstico anterior precede al tratamiento. Estos son algunos remedios que el gerente puede aplicar:
Reconocer el propio defecto. A veces un rumor sobre el malestar del grupo o que no se nos tome en cuenta para proyectos o actividades (también sociales), pueden hacernos reaccionar. Darse cuenta de que el problema no está en el “sistema” sino en uno mismo, no es tarea fácil. Es indispensable reconocer esos errores, dimensionando el perjuicio personal y profesional que traen.
Ayudar a reconocerlo. También hay quienes requieren una confrontación positiva para trascender el alcance de sus actitudes. A todos nos cuesta que nos digan nuestros defectos, pero hay personas que por su autoridad moral, prestigio profesional o amistad, pueden convertirse en excelentes coachs . En tales casos, conviene dirigirse asertivamente y enfocarse no tanto en los defectos de la personalidad, como en sus efectos, para entonces descubrirle un horizonte tal vez antes inusitado: el daño que está causando a otros, a sí mismo y hasta a sus seres queridos.
Mostrar el impacto en la productividad . No basta un acercamiento de colega a colega sino que hace falta también una comunicación formal, por parte del mando superior, en la cual se especifiquen los detalles más “accidentales” de sus problemas (falta de puntualidad, maltrato, problemas de comunicación, etc.), para descender a los más “esenciales”: la actitud hacia el trabajo, la altura profesional que se espera de él o de ella y, sobre todo, lograr que reconozca sus áreas de mejora.
En síntesis, es necesario guiar a los colaboradores a asumir con competencia la responsabilidad de sus actos, actuar con creatividad y no perder el sentido del humor. La gran sabiduría de un director es lograr desarrollar el talento de sus colaboradores y, para ello, deben emplearse a fondo él y su equipo gerencial, sin dar tregua a la mediocridad.
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