Por Gabriela López Galelo
Hay quienes opinan que su uso es una moda y que no aporta nada nuevo Para sus detractores, agrupa competencias que existían desde antes Se duda sobre su base social o biológica
“Es el mismo vino de siempre, pero en botella nueva.” Esta es una frase que Charles Woodruffe, consultor inglés en gestión de Recursos Humanos, no duda en asociar al concepto de inteligencia emocional.
Luego del impacto inicial que tuvo el best seller de Daniel Goleman, el concepto de inteligencia emocional se puso de moda, y fue y sigue siendo aplicado en muchísimas organizaciones. Woodruffe no discute esta realidad, pero plantea, en una nota publicada en la revista People Management, que el concepto no es más que un nuevo rótulo para un conocido grupo de competencias relativas a las relaciones interpersonales. Es indudable que competencias como adaptabilidad o liderazgo no pueden tildarse de nuevas. Así como tampoco es novedoso que estas habilidades tienen impacto en el desempeño. Es una verdad bien establecida (aunque no tan difundida previo al estrellato del concepto de inteligencia emocional) que el éxito laboral depende tanto de las habilidades personales e interpersonales como de las cognitivas.
Lo que no está tan claro es la base, biológica o aprendida, de las competencias que pueden agruparse bajo el rótulo de inteligencia emocional. Goleman es, en principio, partidario del basamento neurológico, pero no deja de plantear, a la vez, que la inteligencia emocional puede ser aprendida y modificada, lo que entraña cierta contradicción. Además, estudios como los realizados por Nancy Eisenberg, de la Arizona State University, indican que la regulación de las emociones no es un proceso mentalmente saludable porque, sostenida en el tiempo, desemboca en autocensura y represión.Nos hallamos, entonces, ante una alternativa de hierro: si la inteligencia emocional es innata, en el sentido que depende de la estructura neurofisiológica de cada uno, hay un determinismo que es difícil de aceptar por la cultura occidental. Pero si es un comportamiento que puede ser autorregulado, el horizonte se tiñe de una uniformidad que no sólo puede ser perniciosa para los individuos, sino que incluso puede tener un efecto adverso sobre la productividad de las empresas que fomentan esos comportamientos.
De hecho, muchas de las personas más creativas y poderosas (aquellas que encontramos en general en lo alto de las pirámides corporativas) no suelen demostrar ser emocionalmente inteligentes. Por el contrario, son normalmente egocéntricas, focalizadas en sus propios fines y bastante indiferentes del efecto que sus acciones puedan causar en los demás. Sin embargo, su éxito laboral es indiscutible y, en algunos casos, son esas mismas características, supuestamente
negativas en términos de inteligencia emocional, las que las condujeron a la cima.
El concepto de inteligencia emocional también presenta, según Woodruffe, algunos puntos flojos en lo que respecta a su evaluación. Por una parte, las descripciones de las dimensiones de la inteligencia emocional que plantea Goleman son demasiado similares a las competencias que se supone se derivan de aquéllas. Entonces, causa y efecto se vuelven difíciles de distinguir y, lo que es peor, a veces se presenta una relación circular entre los comportamientos visibles y las cualidades que representan. Por ejemplo, el comportamiento de influencia muestra la presencia de la cualidad denominada habilidades sociales. Pero hete aquí que una forma de saber si alguien tiene habilidades sociales es identificar si ejerce influencia sobre los demás.
Por otra parte, las herramientas de evaluación de la inteligencia emocional distan de ser novedosas, lo que no hace sino reforzar la posición de Woodruffe sobre el tema. Los tests han demostrado sus debilidades por dos motivos. Primero, sólo las personas emocionalmente inteligentes pueden contestar con certeza preguntas relativas a su inteligencia emocional, así como, análogamente, sólo gente que tenga un determinado conocimiento de gramática puede identificar errores gramaticales.
En segundo lugar, es paradójico evaluar la inteligencia emocional mediante un método que es contrario a lo que se valora como positivo.
Someter a una persona a un cuestionario sobre temas profundamente personales no demuestra demasiada empatía con ella.
Atento estos problemas, se termina midiendo el nivel de inteligencia emocional de las personas por medio de la evaluación de sus comportamientos vía assessment centers o feedback 360 grados. Una vez más caemos en la evaluación, por métodos ya conocidos, de una serie de competencias o factores también ya conocidos.
Entonces, se pregunta Woodruffe, ¿dónde está realmente la novedad del tan mentado nuevo concepto de la inteligencia emocional? La respuesta para él es simple y clara. La única novedad radica en haber creado una marca registrada con gancho que resalta con su luz marketinera a viejos conocidos para todo aquel que trabaje en gestión de Recursos Humanos.
Por Gabriela López Galelo – Para LA NACION
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